11 febrero 2007

Pasar página

Hace poco más de cuatro años mi vida cambió radicalmente. Después de once años de dedicación en cuerpo y alma dejé mi trabajo de la noche a la mañana. Negocié el despido y me marché. Estaba cansado. Tenía un buen sueldo y un puesto relevante en una empresa en expansión pero no era feliz. No soportaba la mediocridad de mi jefe y la interesada complacencia de mis colegas directivos. Su incompetencia y sus miedos solo les permitía desarrollar un marcado sentido de supervivencia. A ello se unía el conformismo, la apatía y el desencanto de la mayoría de los empleados que consideraban inútil cualquier esfuerzo para cambiar las cosas.
Según me cuentan mis viejos colegas, todo sigue más o menos igual. El director general, mi antiguo jefe, continúa en su tono gris. Incapaz de ejercer un liderazgo carece del respeto profesional de los trabajadores de la empresa que lo consideran simplemente, un tipo con suerte. Alguien mediocre e incapaz cuyo mérito fundamental consistió en estar en el sitio adecuado en el momento justo. El día que lo nombraron director general le tocó la lotería. No había trabajado en ninguna otra empresa y no se le reconocía más méritos que el de no implicarse excesivamente en discusiones que pudieran comprometerlo frente a sus jefes y el de esperar pacientemente su oportunidad. Era un hombre distante y hermético; de esos que nunca miran de frente.
El director de negocio sigue aferrado al cargo con asombrosa habilidad aunque no haya una sola razón objetiva que lo habilite para el puesto. Sabe de la necesidad de afirmación de su jefe y contribuye con su vergonzoso peloteo a aliviar sus inseguridades. Pocas veces la opinión de los empleados sobre un directivo ha sido tan unánime: todos lo consideran un caradura incompetente.
Mi sustituto, disfraza de aparente rigor profesional su incapacidad para desarrollar un trabajo directivo y, aunque en el momento de mi marcha ya era evidente que no eran necesarios tantos empleados en el departamento, ha creado una innecesaria parafernalia burocrática que justifique su puesto.
El director de recursos humanos, que no ha tenido una idea propia en su vida, se conforma con el patético papel de parapeto de su jefe.
En fin, una triste manada de mamporreros de un mandamás gris y profundamente inseguro.
Las víctimas de este grupito de sabiondos son, claro está, los demás empleados. Pero convencidos de que no pueden hacer nada para cambiar las cosas, soportan su situación con resignación. Se equivocan. Son los únicos capaces de virar el rumbo y poner de manifiesto la incompetencia de sus directivos. Tienen la sartén por el mango.
Sólo el miedo mantiene a tantos rebenques en sus puestos.
Disculpen esta catarsis. Me marché en silencio. Era la manera de mostrar mi respeto a la empresa a la que había dedicado tantos esfuerzos. Pero ahora me da la gana gritar. Tal vez un alto sentido de la dignidad sólo sirva para proteger a unos cuantos aprovechados.
Luther King nos dijo que cuando revisemos con perspectiva histórica el siglo XX “no nos parecerán lo más grave las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas”.