27 agosto 2006

Un huésped en mi propia casa

Imagen extraída de No incineración Tenerife

No hay nada como volver a casa después de unas largas vacaciones. Aunque hayamos viajado a lugares increíbles y disfrutado como enanos.

Es recuperar el control, la seguridad. Los paisajes, las personas, el idioma, son viejos conocidos que te acompañaron mientras crecías y siguen ahí cuando vuelves, esperando para darte la bienvenida.
Me alegra advertir que mis hijos experimentan también estas sensaciones. Es importante que tengan su rincón en el mundo, raíces. Un lugar al que siempre podrán volver si alguna vez deciden marcharse, y sentir que nunca se han ido.
Nuestro pasado lo componen recuerdos asociados a un paisaje, a un espacio.
El mío es la isla de Tenerife. Un territorio limitado y escaso pero enormemente diverso y lleno de contrastes. Es realmente, como decía un acertado eslógan publicitario, un continente en miniatura.

Sin embargo, en los ultimos años mi sentimiento de arraigo, de pertenencia a un lugar, ha ido diluyéndose. Podría irme a vivir a Australia y sentirme como en casa. No reconozco los paisajes de mi infancia. Tenerife se ha transformado rápidamente y se ha hecho a mis espaldas, a traición. Unos pocos deciden por todos. Nos imponen su modelo de desarrollo pretendiendo que es el único posible. Y a pesar de que agreden salvajemente aquello que más nos identifica, el territorio, nos quieren hacer creer que son más canarios que nadie. Ganar elecciones no es disponer de un cheque en blanco que legitima cualquier actuación. Esta tierra es de todos y no puede subastarse por lotes de espaldas a sus habitantes.

No me sentiría engañado si realmente percibiese que esa transfomación ha beneficiado a todos. Si sintiera que vivimos mejor, que nuestros hijos tendrán más y mejores oportunidades que nosotros. Pero parece que este pretendido desarrollo sólo beneficia a unos pocos, si hacemos caso a los datos sobre pobreza, desempleo, inflación, situación sanitaria, educacion... Unos cuantos se están dando un gran festín consumiendo un bien que nos pertenece a todos.

No estoy en contra de transformar el territorio si ello contribuye a mejorar las condiciones de vida. No soy un ingenuo que defienda la vuelta a una Arcadia feliz, a un paraiso perdido en el que vivamos despreocupadamente de los frutos de la madre naturaleza. No creo que ese sea tampoco el pensamiento de los que interesadamente algunos etiquetan como ecologistas o antisistema por oponerse al actual modelo de desarrollo. Es más, son precisamente los depredadores del territorio los que más apelan a antiguos paraísos para despertar emociones que luego manipulan a su favor.

Defender otras opciones no es ser un radical disparatado que alienta la revolución de las masas. Me parecería más adecuado etiquetar a los pretendidos antisistema como antirrégimen, del mismo modo que se llamó antifranquistas a quienes se opusieron al régimen franquista. En esta isla se ha consolidado un sistema político y de poder con características bien definidas que permiten catalogarlo como un régimen de gobierno. Similar a lo que ocurrió en México con el PRI o en Italia con la Democracia Cristiana. Sólo que aquí el sistema no lo sostiene una sola organización política, sino un conglomerado de intereses público/privados del que se aprovechan casi todos los partidos que consiguen cuotas significativas de poder.

Me han robado mi tierra. La han despedazado hasta convertirla en un pastiche irreconocible con el que me resulta imposible identificarme. Es una gran ciudad que rodeando todo el perímetro de la isla, se extiende desde las medianías hasta la costa.

La agricultura y la pesca son actividades marginales que sobreviven gracias a subvenciones y a la proteccion de los mercados. Y ello a pesar de que cada año visitan esta isla cinco millones de personas que son, sin duda, un potencial de negocio lo suficientemente importante como para permitir un desarrollo agrícola consistente.

Pero la razón principal de mi actual desarraigo es la actitud de los habitantes de esta isla. La mayoría asisten mudos al expolio. Desconfían de los políticos pero no se movilizan para apartarlos del poder. Sólo esperan que las migajas del festín les den para sobrevivir al menos hasta la jubilación.


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